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¿Progresa adecuadamente? -- Jesús G. Alcántara

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No, parece ser que la economía global no progresa adecuadamente o, simple y llanamente, no progresa. La idea implícita de progreso es que no deje de haber beneficios, de todo tipo, si queremos, no sólo económicos, sino también culturales, sociales, etc. Pero es un concepto que nos remite a una eterna adolescencia, la de estar permanentemente creciendo, a una gráfica donde hay una línea ascendente de izquierda a derecha que pretende no encontrar quiebros en su trayectoria. Desde el mundo ecologista se propone cambiar el concepto de progreso por el de dinamismo. Dinamismo nos remite a otra imagen distinta, no a una línea ascendente, sino a la de una red de puntos interconectados entre sí y que puedan tener mayor o menor interacción entre ellos. Algo así como la imagen de las neuronas y de sus interacciones entre ellas. Bajo este concepto, se podrían medir las economías regionales en virtud del juego que sus habitantes dan a sus recursos naturales y el juego que se dan a sí mismos como habitantes de una región determinada. Se mediría su grado de autonomía, de sostenibilidad, de solidez y de intercambio con las demás regiones. El concepto de dinamismo encaja perfectamente con el de biodiversidad. El mantenimiento y la promoción de la mayor biodiversidad posible en todas y cada una de las regiones del planeta, son las mejores garantías para que la vida, también la humana, siga existiendo.

El ecologismo no descubre nada nuevo transfiriendo este concepto a la economía: cuanto más diversa y más dinámica sea la economía en una región, mejor vivirán sus habitantes y mejor afrontarán éstos las crisis. Ahora bien, profundizando en este principio de la biodiversidad extrapolada a la economía, debemos incorporar, también, el concepto de plaga. Una plaga es todo aquello que amenaza la biodiversidad, el hiperdesarrollo de una especie viva que pone en peligro el equilibrio de la vida en una región. Desde este punto de vista, debemos considerar plagas en la economía tanto el exceso de acumulación de riqueza por parte de algunos humanos, que pone en peligro la subsistencia de otros muchos humanos, como la excesiva simplificación de la estructura económica de una región, lo que los economistas llaman economía tercermundista. En esta misma línea se sitúan los que atacan la idea de crecimiento, los teóricos del decrecimiento. Uno de sus representantes es Serge Latouche [1]. Latouche descarta también la reanimación de crecimiento con crecimiento sostenible. Según él, no deja de ser una huída hacia adelante, un no querer bajarse de la dinámica infantil y adolescente del eterno crecimiento. Por supuesto, este decrecimiento se refiere a los que toman más tajada del pastel. Si los ricos no decrecen, difícilmente se va a poder converger con los pobres, en el marco de un mundo finito. “El decrecimiento es una necesidad, no un principio, un ideal, ni el objetivo único de una sociedad del post-desarrollo y de otro mundo posible. La consigna del decrecimiento tiene por objeto sobre todo marcar con fuerza el abandono del objetivo insensato del crecimiento por el crecimiento. En particular, el decrecimiento no es el crecimiento negativo, expresión antinómica y absurda que traduce claramente la hegemonía del imaginario del crecimiento. Literalmente decrecimiento significa “avanzar retrocediendo”” . El decrecimiento supondría una organización diferente de la sociedad. Su programa básico se podría sintetizar en las seis ‘R’, tres de ellas ya las conocemos: reducir, reutilizar y reciclar, y las otras tres son las siguientes: reevaluar, esto es, revisar los valores en los que creemos y sobre los que organizamos nuestra vida y cambiar aquellos que deban ser cambiados; reestructurar, es decir, adaptar el aparato de producción y las relaciones sociales en función del cambio de valores y redistribuir más y mejor, partiendo de la base de que el patrimonio natural de la Tierra debe ser accesible por igual a toda la humanidad, de hoy y de mañana. Latouche y otros autores que defienden el decrecimiento se apoyan en el índice de la huella ecológica, algo así como el “peso” ambiental de nuestro modo de vida. La huella ecológica traduce el modo de vivir de cada pueblo en superficie terrestre necesaria. Mientras que un ciudadano de Estados Unidos consume un promedio 8,6 hectáreas, un canadiense 7,2 y un europeo 4,5, la medida para una huella igual para todas las personas que habitamos hoy el planeta, sin destruir las condiciones de vida básicas para que nuestra especie sobreviva, está en 1,4 hectáreas. Y todo ello para que todas las personas podamos vivir mejor pero, ¿Qué es vivir mejor? Hay que poner en cuarentena el “nuevo ideal” que se implanta en las sociedades occidentales desde el fin de la segunda guerra mundial, basado fundamentalmente en el trabajo y en la acumulación de bienes materiales. Latouche habla de potenciar el altruismo frente al egoísmo, la cooperación frente a la competencia desenfrenada, el placer del ocio frente a la obsesión por el trabajo. Debemos liberarnos de la esclavitud del consumo, pero tampoco se trata de dejar radicalmente de consumir, sino de reducir el consumo en general y de consumir otros bienes y otros servicios que no pongan en peligro ni la vida humana, directa o indirectamente, ni el acceso de otras personas a esos bienes.

En este sentido, el ocio no sólo debe ser entendido como perder el tiempo en banalidades varias, sino también, y fundamentalmente, en realizar actividades que tengan que ver con la profundización en la personalidad de cada cual y en la calidad de las relaciones humanas y de éstas con el medio donde vivimos. Otra relación con el mundo del trabajo: reparto del trabajo, trabajar menos horas y mejor. Si trabajamos menos horas nuestra vida social saldrá ganando. Somos seres sociales y necesitamos de mucho más espacio para desarrollar esa sociabilidad. ¡Cuánta violencia se ahorraría en las escuelas si los niños pudieran disfrutar más y mejor de la compañía de los adultos! Cultivar las relaciones de amistad y, por supuesto, dedicar tiempo a las relaciones familiares. Y le da una especial relevancia a la elección de una ética personal diferente como la sencillez voluntaria. Demetrio Velasco, en el segundo cuaderno de Cristianismo y Justicia que ha dedicado al tema de la propiedad, prefiere hablar de “austeridad solidaria” [2]. Y añade el adjetivo “solidaria” porque no es suficiente hablar de sencillez ni de austeridad, porque puede reflejar el miedo a depender de los demás y a perder la propia independencia. Esta versión de la sencillez y de la austeridad es hija de la insociabilidad y percibe a los demás como elementos peligrosos hacia la propia integridad. Así, se desea ser austero no para dejar para los demás, sino para acumular más y más para engordar la propia autonomía. En este sentido, les recomiendo que vean la última película que ha dirigido Sean Penn: “Hacia rutas salvajes” o “Into the wild”, su título original. La historia de un joven, muy bien situado en la sociedad americana, que decide romper con el camino preestablecido y escribir su propia historia. La película hace un recorrido bellísimo a lo largo y ancho de esa aventura y nos va transmitiendo la destilación de la filosofía personal del protagonista, que culmina con una frase final que le pone un broche de oro a todo ese proceso. Evidentemente, no se la voy a desvelar aquí.

Quiero terminar este artículo con un brindis al coraje y a la esperanza. A una madre con su hijo en brazos no se le puede hablar de si es posible o no seguir viviendo, ella sólo responderá que hay que seguir haciéndolo posible mientras quede una gota de vida.

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