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¿Por qué nos persiguen? -- Carlos F. Barberá

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Alandar

A finales del curso pasado tuve un debate –¿o más bien una discusión?- con los curas de mi arciprestazgo sobre la situación de la Iglesia en España. No sé si logramos escucharnos y entendernos porque se argumentó, como era de esperar, con excesivo apasionamiento. Un sector de los interlocutores –curiosamente, el de los más jóvenes- sostenía que los males de la Iglesia provienen de una campaña orquestada, dedicada a resaltar siempre sus defectos y a ocultar sistemáticamente su trabajo social, educativo, promocional.

No estoy seguro, en el ardor de la discusión, de haber argumentado suficientemente bien. Quiero, pues, aprovechar la oportunidad de esta columna para intentar hacerlo ahora.

No cabe negar que determinados medios se ocupan en destacar sistemáticamente los defectos o fallos de la institución eclesiástica (o al menos los de su jerarquía) pero opino que ello debería llevarnos a una cuestión básica: ¿qué habremos hecho mal para que se haya llegado a esa situación? En su obra “Los grandes cementerios bajo la luna”, Bernanos criticaba a los jesuitas argumentando que, cuando las cosas les iban bien, se trataba del resultado lógico de sus méritos pero que, cuando acababan expulsándoles de todos los países, entonces eran sus enemigos los culpables.

Pues bien, ¿qué estará haciendo mal la Iglesia en España para concitar tanta enemistad a pesar de sus buenas obras? A mi modo de ver, lo siguiente: por primera vez en la historia, estamos viviendo en sociedades pluralistas, una situación a la que acompaña la secularización de la moral. Si el siglo XVII trajo la secularización de la ciencia y el XIX la de la política, ahora es la moral la que se seculariza. Ninguno de esos procesos sucedió sin la oposición de la Iglesia y cada uno tuvo su momento de crisis: en el primero, la condena de Galileo; en el segundo, la encíclica Pascendi de Pío IX. El momento de crisis en el caso de la moral fue la publicación de la Humanae Vitae.
Hoy hay voces en la Iglesia y fuera de ella que defienden la necesidad de una moral cívica compartida por todos y en cuya determinación participen pensadores de todas las tendencias. Son los que quieren oponerse a un relativismo total pero no admiten que los valores comunes los fijen solamente unos.

Pues bien, los obispos españoles, añorando acaso situaciones anteriores, presentan a la Iglesia católica como la intérprete autorizada de una moral natural que los otros niegan y como instancia última en las cuestiones éticas. Ello provoca el rechazo primero y después la hostilidad de quienes ven la situación de otra manera, exigen un plano de igualdad para todos y defienden que ellos, tanto como la Iglesia, tienen algo que decir. Cuando reparan además en que la jerarquía mantiene formas y actitudes que chocan con su Evangelio y cae además en groseras faltas a su propia moral (caso de los curas pederastas), se ha abierto ya la veda para la ironía, el sarcasmo o la burla más corrosiva.

¿Qué hacer, pues? Creo que la solución no viene votando al PP (como nos aconsejó la Conferencia Episcopal) ni fundando un partido católico (como defiende el obispo de Palencia) ni aupando a políticos católicos (¿después de Aznar, de Tocino, de Trillo?). No, la solución la Iglesia ha de encontrarla en su Evangelio, buscando “tener los mismos sentimientos de Cristo” y reproduciendo el proceso de quien, “siendo de condición divina… renunció a ella… tomó forma de siervo y pasó por uno de tantos”. Si hiciera eso, Dios le daría un nombre sobre todo nombre. Si no lo hace, seguirá siendo, por desgracia, carne de portada de “El Jueves”.

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